Una mariposa en la máquina de escribir, Cory MacLauchlin

Escribir o morir.
Durante muchos muchos años La conjura de los necios fue mi libro de cabecera. Este compendio del humor satírico norteamericano no es una novela fácil, como todas las obras que se salen de la comedia clásica. A algunos les parece demencialmente soberbia y a otros una bobaliconería sin pizca de gracia. Obviamente, yo me sitúo entre los primeros.
Tampoco negaré que mi grado de implicación con el personajes de Ignatius J. Reilly y, a través de sus ojos, con el propio Ken Toole (permitidme que lo tutee, lo he conocido tan bien a través de sus textos y sus biografía, que ya parece de la familia) me llevaba a una extraña superposición entre personaje, autor y lector, un triunvirato jocoso y maledicente, en el que Ignatius, Ken y yo jugábamos a ver quién soltaba el comentario más mordaz, provocador y juguetón.
Por eso cuando hace seis años publicaron la traducción al castellano de la biografía del autor que lo pudo ser todo pero se quedo en casi nada, me lancé a por ella y la devoré en menos de un día. pese a sus 350 fatigosas páginas -es una biografía, aquí no hay relleno-. Y si antes de conocerle a fondo -me había leído el Ignatius Rising en inglés, pero eso es un panfleto sensacionalista- ya estaba rendido a sus pies, después de leer este alucinante ensayo, asumí que cualquier cosa que yo pudiera publicar en el futuro o el presente jamás llegaría a la altura de un hombre incomprendido, cuya propia personalidad se diluye entre la leyenda y la literatura, y cuyo horrible final más tuvo que ver con un rapto de locura que no con la visión del genio maldito.
Excelente bailarín, gran conversador, divertido, sarcástico, mordaz, el de los chistes ácidos y los más lascivos, el alma de la fiesta, pero con poca suerte en el mundo académico y en el amor -quizá por falta de ambición en sendos ámbitos- John Kennedy Toole es siempre una figura a reivindicar, y no solo por sus letras, también por su actitud ante la vida, pese a su prematuro y abrupto final.