Matar a Dios, Albert Pintó / Caye Casas

Gran éxito de crítica, gran fracaso de taquilla.
Matar a Dios fue una de esas perlas incomprendidas que te pueden llegar a encantar si les das el tiempo suficiente, le perdonas sus abundantes pecados y te dejas llevar por su aire surreal, su mezcla de una película de los Cohen con el Milagro de P. Tinto y unas gotas de mala hostia, la misma que tiene el Dios con la apariencia de Emilio Gavira que martiriza a los protagonistas.
El problema es que hay dejarse llevar por ese Dios cabrón, el mismo que comienza la película matando a un feligrés porque sí, carbonizado en su coche junto a su hija adolescente y una bebé. Desde ese momento sabemos que lo pintarán de comedia, pero nos va a dar pocas oportunidades para demostrarlo.
Seguimos con lágrimas, las que la cebolla deja en el rostro de una pareja casi cuarentona, sin hijos, en una crisis de celos, que esperan a dos familiares para celebrar la Nochevieja apartados del mundo en una casona aislada. Tras otra larga escena donde cada uno nos cuenta que su vida está rota, reciben la visita de un vagabundo, un enano que les dice que es Dios y que, al amanecer, exterminará a toda la raza humana. Pero tienen suerte, Él ha decidido que los cuatro protagonistas tienen el poder de salvar a dos personas para reiniciar la historia de la humanidad. Y es ahí donde la posible comedia se vuelca en tragedia. ¿A quién salvar? A tu padre moribundo? A tu esposa infiel? A tu hermano depresivo? Al capullo de tu hermano?
Durante la discusión, por un accidente fortuito, se dan cuenta de que Dios puede morir y la resolución está clara: Matar a Dios para salvar a la Humanidad. ¿O no? Tendréis que verla para averiguarlo.