Abyss, Orson Scott Card

16.12.2021
Yo de joven era algo pedante. Pese a mi apariencia funesta, con mis pelos largos, mi chupa de cuero y mi simpatía natural -entiéndase la ironía-, me gustaba dármelas de listo. No tanto como a otros que últimamente están haciéndose masturbaciones compulsivas llenándose la boca con cosas vacías en las que no creen, pero sí tenía un punto insoportable. 

También tuve un profesor de literatura llamado Guillermo Sánchez-Gui, si mi memoria no me falla -30 años han pasado- que era joven y creía ver en mí a alguien de cierta valía para la escritura -inocente, inocente-. 

Como yo no sabía callar cuando sabía de algo, recuerdo una anécdota en clase en la que Guillermo nos preguntó si conocíamos a Orson Scott Card. Todos callados menos mi mano que respondió ufano Abyss. Él me miró como a un marciano, pues esperaba que le dijera la celebérrima obra del autor El juego de Ender, pero es que me lo acababa de terminar unos días atrás, tras adquirir la novelización por 200 pesetas en los saldos del Corte Inglés, y tenía ganas de dar la nota.

Y tuve una suerte loca, ya que puedo asegurar que leer la novelización antes de ver la película -y la vi muchos años después- me proporcionó un placer inmenso, uno que recuperé con otras grandes joyas de la literatura de acción y aventuras, o techno-thrillers (algún día subiré todos los artículos que tengo escritos por las redes) de mis adorados e idolatrados Douglas Preston y Lincoln Child, o incluso el Michael Crichton ese...

¿Por qué? Porque la ciencia-ficción tiene un componente mágico. No sabemos a ciencia cierta como es el futuro, y si lo percibimos a través de las imágenes, nuestra percepción cambia, se amolda al sentido de la vista y perdemos la oportunidad de recrearlo nosotros mismos. 

Yo no tenía idea de cómo era una plataforma petrolífera submarina, o cómo se dividían las secciones de un submarino, o cómo es una entidad ectoplasmática que se mimetiza con el agua y es capaz de sobrevivir a las grandes presiones submarinas, y todo eso tuve que imaginarlo mientras lo leía, del mismo modo que los lectores de Julio Verne debían quedar extasiados al pensar cómo se podía salir por el cráter de un volcán en plena erupción, viajar a la luna o surcar el fondo de los mares en un submarino con un gran espolón.

Ahí reside el poder de la literatura, el poder de la imaginación. El autor dispone, muestra, sugiere, y el lector lo recrea, lo interioriza dejando un poquito de su personalidad en cada lectura.

Bitácora Perversa
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